EN EL CENTENARIO DE LA MUERTE DE JOAQUIN COSTA

Este año 2011 se cumple el centenario de la muerte de Joaquín Costa. Su funeral, del que ya hablamos en estas páginas y por el cual permanece enterrado en el cementerio de Torrero y no en Madrid, fue una alegoría de lo que fue su vida. En ella contemplamos una cercanía vital a los problemas de los sencillos y humildes y una crítica durísima a los modos y maneras de los poderosos de su tiempo. Ejemplo de esto fue su libro Oligarquía y Caciquismo, en el que denunció  la enorme corrupción del sistema político de la Restauración. Joaquín Costa fue uno de los grandes pensadores que han dado estas tierras. Jurista e historiador, sus orígenes pobres harán que se incline de manera especial por los problemas de los más humildes. A la política se acercó por descubrir en ella la mejor manera de servir. Rara avis que le honra, en un mundo político, el de entonces como el de ahora, donde era mucho más frecuente acercarse a la política para ser servido. Esta actitud de noble servicio hizo que se ganara, pese a no contarse entre las filas de sindicatos o partidos de clase, el respeto y la admiración del movimiento obrero, ya fuera de tendencia libertaria o socialista. Entre su amplia obra destaca el estudio de las raíces populares del derecho consuetudinario, profundizando en las formas comunitarias de gobierno y de autogestión municipal, hecho que plasmaría en su magna obra Colectivismo agrario publicado en 1898. Durante años, con paciencia benedictina, recorrió regiones, consultó archivos y bibliotecas, pidió datos y referencias a especializados en esta materia, hasta decidirse a publicar su obra. Como homenaje, publicamos en este espacio un texto de ese libro, que refleja sintéticamente las formas de autogestión centenarias que se dieron en nuestros pueblos:
Los Concejos repartían tierra, yunta y ovejas a vecinos pobres y les daban lana de los ganados colectivos, obligándoles a que la transformaran en vestidos de uso propio, castigando a quienes no lo hacían así. Era frecuente trabajar gratuitamente la tierra de viudas, huérfanos y ancianos, ayudándose mutuamente sólo por comida y bebida, celebrándolo como una fiesta. En tierras comunales se estimulaba a plantar árboles, con derecho a beneficiarse de los frutos, y cuando éstos eran comunes, servían para enjugar las cargas concejiles. En el trabajo colectivo, quienes disponían de ganados o herramientas estaban sujetos a facilitarlos y los ingresos se destinaban a escuelas, beneficencia, cementerios, caminos, puentes, agua, lavaderos, luz, edificios municipales e iglesia. Nadie percibía estipendios, pero abundaba el vino a cargo del común. Se adquiría el compromiso de abonar el valor de la simiente cuando la anticipaba el depósito, liquidando al recoger la cosecha. Había sementales colectivos. Abundaban piaras, yeguadas, churradas (ovejas y carneros) y boyadas, con pastos y dehesas. Como el ganado suelto producía daños, para evitar disensiones entre vecinos era obligatorio servirse de pastores comunes. A veces era propiedad colectiva toda la tierra del concejo, pero de libre disposición los productos cultivados.

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