Simone Weil y Aragón

Carmen Herrando, Instituto Mounier de Zaragoza

Pocos saben que la filósofa francesa Simone Weil (1909-1943) tuvo estrechos vínculos con nuestra tierra en un periodo corto de su corta vida. La Asociación para el estudio del pensamiento de esta filósofa, lúcida y comprometida donde las haya, celebra en Zaragoza (del 1 al 3 de noviembre) su Congreso anual, a modo de homenaje a la autora de La gravedad y la gracia. A mediados de agosto de 1936, Simone Weil llegaba a Pina de Ebro porque había tomado partido por uno de los bandos de nuestra guerra civil, y como escribirá poco después al también escritor francés Georges Bernanos: “lo que siempre me ha parecido más horroroso de la guerra es la situación de los que están en la retaguardia”. Se alista así en las filas del POUM y llega a Pina como un miembro más de la columna Durruti. Hasta entonces, se había dedicado a dar clases de Filosofía en liceos femeninos, había sido militante sindical en el campo de la enseñanza, y entre diciembre de 1934 y agosto de 1935 quiso vivir en carne propia lo mismo que vivían y padecían las mujeres obreras de la Francia de aquel momento, trabajando en varias fábricas. En Pina de Ebro apenas está una semana porque su miopía le jugó una mala pasada: metió el pie en una sartén con aceite hirviendo, que habían ocultado para no dejar señales. Pero estos pocos días en el frente y el mes que después permaneció en Barcelona para curar la grave quemadura de su pierna, asistida por su padre que era médico, fueron suficientes para sentir “semejante atmósfera [de muerte y de regocijo con la muerte], que borraría enseguida “el objetivo mismo de la lucha”, como escribe ella misma. En su “Diario de España”, incluido en sus Escritos históricos y políticos (Trotta, Madrid, 2007) hay unas páginas testimoniales magníficas, que tienen el sabor de lo espontáneo y transmiten el espíritu de sacrificio y entrega de esta mujer que se embarcó con tal generosidad en una causa que creía justa. Se preocupó como ninguno de sus compañeros por las gentes de Pina, a quienes preguntaba con verdadero interés por su forma de vida, por el régimen de colectivización recientemente implantado, por sus salarios… Le sorprendía la risa alegre de estas personas sencillas que se quejaban de la dureza de su vida; y en la citada carta a Bernanos se referirá a “estos míseros y magníficos campesinos de Aragón, que guardaron su dignidad en medio de las humillaciones, [y que] para los milicianos no eran siquiera un objeto de curiosidad”. Los vínculos de Simone Weil con Aragón no terminan ahí, pues la filósofa tuvo un gran amigo aragonés, Antonio Atarés, vecino de Almudévar. No llegaron a conocerse, pero intercambiaron cartas admirables y hermosas, que ayudaron a Antonio a soportar la soledad que padecía en el campo de Vernet, al sur de Francia, donde estaba prisionero (luego sería trasladado a Djelfa, en Argelia). Simone Weil amó de corazón Aragón y a sus gentes, y guardó siempre vivo su recuerdo. Su vida se apagó un 24 de agosto de 1943 en Londres; tenía 34 años, y estaba consumida por aquella horrible realidad que vivía Europa. Por encargo de los responsables de la resistencia francesa redactó en Londres unas reflexiones sobre la Francia y la Europa que habrían de llegar tras la guerra. Albert Camus consideró este trabajo como un “tratado de civilización”, y sería el editor de la obra de esta gran pensadora, cuya vida entraña la mayor coherencia a la que podamos aspirar.

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